lunes, 23 de mayo de 2011

Confianza ni en la Camisa

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Por:

Sarahi Cardona, Roberto Fernández Terán, G. Munckel Alfaro, Paola Rodríguez Angulo, Yvonne Rojas Cáceres & Ariel Yañes.


MAGDALENA: Padre, he pecado.

CURA: Cuéntame hija mía. Se sincera en este lugar, porque lo único que dios necesita para perdonarte, es tu sinceridad y tu arrepentimiento.

MAGDALENA: Por eso he venido padre, esa es mi intención. Todo empezó la mañana del día de difuntos de hace dos años, cuando todavía estaba el anterior párroco.

CURA: ¡Ah sí! Lo recuerdo. No se podía confiar en él, no podía guardar los secretos de los confesantes.

MAGDALENA: No es eso padre. Creo que era de mucha confianza, porque hasta ahora, yo no he sabido que haya dicho lo que he venido a contarle.

CURA: Estás en confianza.

MAGDALENA: Yo había venido a traer flores para la misa de mi difunta suegra y no había nadie más. Como era tempranito y creía que nadie me iba a ver, me vine con un camisón de seda que le gusta mucho a mi marido, entonces me di cuenta que sí había alguien, justo el curita, y yo con el camisón levantado para poner las flores arriba en el altar, y zaz, me agarra de la cintura, nos besamos, y así pasó todo. Desde ese día, venía todas las mañanas a arreglar las flores y luego volvía a mi casa a hacerle el desayuno a mi marido.

CURA: ¡Entonces has engañado a tu marido! ¿Y con quién más?

MAGDALENA: Con nadie más padre, se lo juro.

CURA: Confianza ni en la camisa, hija mía. Y la tuya está muy escotada, es el símbolo del pecado, a través de ella puede verse tu lujuria. Seguro que también has fornicado con otras personas.

MAGDALENA: Padre, ¿cómo sabe que tengo escote?

CURA: Porque yo lo veo todo, hija mía, tengo los ojos de dios.

MAGDALENA: No creo que dios sea tan verde como usted.


CAROLA: Buenos días padre.

CURA: ¡¿Qué es lo que quieres?!

CAROLA: Padre ¿está molesto? Lo noto alterado.

CURA: Lo que pasa es que esa lujuriosa creía que yo era como el anterior párroco, y vino a seducirme con su escote… ¿Pero qué te trae por aquí?

CAROLA: Soy una pecadora.

CURA: En este pueblo todos lo son. Cuéntame hija mía.

CAROLA: No puedo dejar de mentir: a mis padres, a mi jefe y a todos los que me rodean. Ayer le dije a mi jefe que mi madre estaba muy enferma, sólo para poder salir con una prima.

CURA: ¿Con una prima? ¡Se sincera pecadora!

CAROLA: ¡Sí padre! ¡Se lo juro! Lo que pasa es que esta prima estaba muy enferma y…

CURA: ¡Sigues mintiendo! Realmente, confianza ni en la camisa con ustedes. Ya levantaste falso testimonio, deshonraste a tus padres ¡y ahora pecas de pereza! Estoy seguro de que mentiste a tus jefes sólo para no ir a trabajar, ¡perezosa!

CAROLA: No. Lo que pasa es que yo me sentía enferma, tenía tanta fiebre que no podía pensar claro y, la verdad, padre, es que ya me siento enferma de nuevo. Prometo volver cuando me recupere… Deme mis penitencias.

CURA: ¡Estoy seguro de que no las cumplirás, perezosa!


DAMIÁN: Padre, confieso que he pecado.

CURA: ¡Claro que has pecado! ¿Y me vas a decir la verdad o has venido a mentirme como la otra pecadora?

DAMIÁN: ¡No padre! Yo puedo ser todo menos mentiroso.

CURA: Entonces cuéntame tu pecado.

DAMIÁN: Usted sabe que a veces el hambre apremia…

CURA: ¿El hambre? Hijo mío, me parece que pecas de gula.

DAMIÁN: No, padre. Yo vine a confesarle que he robado. Justo el anterior domingo no pude venir a misa, así que no llegué a aceptar la canastita de limosna que el monaguillo siempre me ofrece cuando vengo.

CURA: ¡¿Has robado a la iglesia?! ¡¿Cómo es posible que te robes la limosna?!

DAMIÁN: ¡No, padre! ¿Cómo cree? Yo robé comida en un restaurante. Yo siempre respeto la canastita con plata que me ofrece el monaguillo; pero como le decía, justo el anterior domingo no pude venir a misa, así que no tenía plata para ir comer. Pero como tenía hambre, me metí a un restaurante sabiendo que no tenía plata y pedí todo un almuerzo completo. Estaba bien rico: una buena sopa de maní, después unas chuletas con su ensalada y su arroz con queso, y, de postre…

CURA: ¡Pecador! ¿Y te atreves a contarme cómo estuvo tu almuerzo? Robas todos los domingos en la iglesia y, de paso, robas en restaurantes.

DAMIÁN: Pero padre, sólo fue el anterior domingo. Además, a la ensalada le faltaba sal. La cosa es que, después de haber tomado el cafecito, esperé a que se distraigan y salí corriendo del restaurante. Eso es todo padre, gracias por escucharme, ya me voy.

CURA: ¿Y a dónde vas tan rápido? ¿Qué tienes ahí, qué te estás llevando?

DAMIÁN: Nada padre, son esas galletitas que siempre nos invita en las misas y no tendrá un vinito para acompañarlas?

CURA: ¡Confianza ni en la camisa! ¿Cómo te vas a llevar las hostias? ¡Son el cuerpo de Cristo, no unas galletitas!

CURA: ¡¿A dónde te vas?! ¡Vuelve acá con las hostias!


CURA: ¿Otra vez doña Remedios?

REMEDIOS: ¡Ay! Padrecito, es que no puedo pues cargar con mis pecados. Me corroen, padre.

CURA: Está bien, Remedios, dime. Ave María purísima.

REMEDIOS: Sin pecado concebida, padre; no como la vecinita que me gasto, padre, es imposible vivir cerca de una mujer de mala vida.

CURA: Remedios, Remedios, no tienes remedio. Viniste a confesarte, no a chismear, recuerda que eso es blasfemia.

REMEDIOS:¡Ay! Sí, padre; pero es que esta mañana padre estaba caminando a la iglesia, porque usted sabe que tengo que venir cada día a ponerle velas a mis santitos ¿no? Y con lo caras que están las velas, es pues una porquería. Todo es comprar, todo es vender. Este mundo va a terminar mal, padre.

CURA: ¡No blasfemes! Estás en la santa casa.

REMEDIOS:¡Ay padre! Es que ni las paredes de la iglesia pues lo protegen a uno de las maldiciones y pecados que hay afuera padre. ¡Hay cada individuo! Este pueblo se está pudriendo. Alguien tiene que rezar por los desgraciados que pecan sin control….

CURA: ¡Remedios!

REMEDIOS: Es que padre, si no hubiera resucitado, seguro que Jesús se estaría revolcando en su tumba de tanta porquería que hay.

CURA: ¡Remedios te he dicho que no blasfemes, estas en un confesionario!

REMEDIOS: Perdón padrecito. Bueno, pero las velitas ¿no? Las encendí esta mañana porque mi alma no puede más. La veo a esta vecina y las tripas se me retuercen, padre. Impúdica, mala mujer. Es una ligerona. Esta mañana estaba en la plaza con un vestidito que mostraba pues todas sus menudencias, ave María purísima. Lo único puro que le queda deben ser las orejas padre.

CURA: ¡Ay Remedios! Esa pobre mujer debe tener las orejas calientes por culpa tuya.

REMEDIOS: Ay padre…

CURA: ¿Ves lo que provocas, Remedios? Hasta a mí me haces blasfemar…

REMEDIOS: Ya padre. ¿Pero qué hago entonces? Dios me va a perdonar porque entiende que son estos pecadores lo que me hacen pecar con la blasfemia. Me hacen pisar el palito, padre.

CURA: Sí, Remedios, es verdad que en este mundo no se puede tener confianza ni en la camisa.

REMEDIOS: No pues padre, no se puede. La maldad está en todas partes, en cada puerca esquina. Y la carne es débil padre, es débil.

CURA: Eso me suena a otra cosa, Remedios. Habla de una vez.

REMEDIOS: No, no, padre. Padrecito, usted me conoce. Yo sería incapaz de manchar mi honor, padre. La gente cochina es, padre. La que contamina pues, la que no respeta a las personas como yo…

CURA: Remedios, basta. Tendré que darte una penitencia muy grande para calmar tu lengua. Para que dejes de blasfemar.

REMEDIOS:¡Ay, padre! He tratado con todo… Hasta un toco grandísimo de jabón me he metido…

CURA: ¡Remedios!

REMEDIOS: A la boca padre… A la boca.

CURA: Basta ya, Remedios. Tendrás que rezar diez avemarías y cinco padres nuestros.

REMEDIOS:¡Santa Cachucha, madre de dios! Así llegaré tarde al mercado pues, y me tendré que juntar con la chusma.

CURA: Remedios, si no dejas de blasfemar, te irás directo al infierno.

REMEDIOS: Ni lo diga padre. Más bien, deme la bendición de una vez, antes de que mis rodillas se aplanen y parezca una ridícula chueca, como la vecina de en frente de mi casa…

CURA: ¡Sí, sí! Mejor te bendigo antes que sigas. ¡Por dios santo!

lunes, 2 de mayo de 2011

Cargar con el Muerto

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Por:

Sarahi Cardona, G. Munckel Alfaro, Roberto Fernández Terán, Paola Rodríguez Angulo & Ariel Yañes


En la peña de doña Eugenia, cuatro amigos festejaban un gran evento: Francisco cumplía medio siglo de vida y sus camaradas, Ernesto, Agustín y Juan, habían decidido festejar a lo grande con una abundante cena y finísimos tragos.

Entre los platos se encontraba lo más selecto de la gastronomía cochabambina: pato al horno, pique macho, laping, y el infaltable brazuelo de cordero, entre otros.

La reunión se extendió por varias horas, claramente marcadas por la cantidad de botellas que se acumularon sobre la mesa.

En la emoción del momento, Ernesto se levantó y, eufórico, anunció el motivo de la fiesta a todos los concurrentes:

—¡Por los 50 años de Francisco! ¡Salud y dicha para este buen hombre!

Inmediatamente, los parroquianos de la mesa contigua, funcionarios de la alcaldía, se unieron a la algarabía, levantando sus vasos y deseándole muchos años de vida y abundante prosperidad.

Ni corto ni perezoso, uno de ellos se levantó y se dirigió hacia Francisco, invitándole una copa y abrazándolo fraternamente.

El bueno de Francisco, con la emoción en el cuello y al grito de trago para todos, invitó una ronda de cerveza para toda la concurrencia.

Un par de horas después, cuando el mozo se acercó sigilosamente al festejado para pasarle la cuenta que alcanzaba a la suma nada despreciable de mil bolivianos (contando con la ronda de tragos que invitó el cumpleañero al calor de las copas). Se notó en el aire un ambiente de tensión.

Francisco pensó que, como era el cumpleañero y la fiesta había sido organizada por sus amigos, no le correspondía pagar la cuenta.

Para verse liberado de cargar con el muerto, ideó una infalible estrategia.

Se levantó y pidió un brindis. Al momento de chocar las copas, intencionalmente golpeó la suya con fuerza, quebrando el vaso en mil pedazos y derramando su contenido sobre la mesa y el suelo.

Cuando el mesero se acercó a limpiar el desorden, Francisco aprovechó la situación y puso la cuenta bajo el vaso de Ernesto; acto seguido, se dirigió rumbo al baño, esfumándose de la escena para no aparecer más.

Ernesto levantó el vaso y encontró la factura pegada a la base. Al ver la suma pensó:

—No tengo más que veinte pesos y mi mujer controla todos mis gastos. Además tengo que pagar el colegio de mis hijos, el alquiler de la casa, comprar un nuevo carburador para la moto y comprar las medicinas para el perro. No, no pienso cargar con este muerto por nada del mundo.

Acto seguido, pasó la mano por detrás de Agustín y tocó su hombro derecho, éste giró la cabeza hacia ese lado mientras Ernesto deslizaba sutilmente la factura bajo el codo izquierdo del aludido. Entonces Ernesto se levantó ágilmente y se excusó diciendo:

—Tengo que hacer una llamada telefónica a mi casa para saber si el perro se siente mejor.

Y con paso apresurado se dirigió hacia la calle para no volver jamás. Al mover el codo, Agustín se encontró sorpresivamente con que le habían cargado el muerto.

Entonces, preocupado porque sus recursos financieros no superaban la modestísima suma de 25 bolivianos, murmuró muy quedo para sí mismo:

—No cargaré con el muertito de esta farra. Después de todo, no son mis amigos del alma. Apenas los conozco a estos sinvergüenzas, siempre mangueando a los amigos. Yo pagué la última, no pienso pagar más.

Con un movimiento veloz, aprovechó que Juan, a su derecha, le estaba echando el ojo a una despampanante morocha en minifalda que se dirigía al baño, entonces Agustín depositó la cuenta al alcance de la mano de Juan y dijo con una voz de abnegado padre:

—Mi hijo me espera en la esquina de esta calle; así que iré a buscarlo, lo enviaré a mi casa en radio taxi; y vuelvo enseguida. No me tardo ni un minuto.

Entonces salió, desapareciendo completamente del lugar para no retornar hasta el día del Juicio Final.

Al bajar la mirada, Juan se encontró completamente solo y con la astronómica cuenta bajo su mano. Sin siquiera mirarla ni preocuparse por ella, se dirigió lentamente hacia el mostrador, donde se encontraba la cajera. Con voz de galán criollo, le pidió que cargara la cuenta a sus viejos amigos de la mesa contigua. Ante la cara incrédula de ella, él le explicó que sus amigos, mencionando nombres y apellidos, figuras importantes de la alcaldía cochabambina, se habían ofrecido muy amablemente y en honor al cumpleañero a correr con todos los gastos.

Tras esta breve explicación, desapareció raudamente como alma que lleva el diablo.

Minutos después, los funcionarios de la alcaldía se arrepintieron en el alma de haber brindado con el grupo de extraños, porque ahora les habían cargado con nada más ni nada menos que con el muertito del festejo.

lunes, 18 de abril de 2011

Gato por Liebre

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Por:

Sarahi Cardona, G. Munckel Alfaro, Roberto Fernández Terán, Paola Rodríguez Angulo & Ariel Yañes.


Desde muy joven, Miguel era conocido por dos aspectos importantes de su vida: que tenía muy mala suerte con las mujeres y que era extremadamente tacaño. Pero jamás imaginó que estas dos características se verían enlazadas para jugarle una mala pasada.

Todo comenzó la mañana en que Miguel decidió romper sus alcancías, sacar los billetes que había escondido celosamente bajo su colchón y, en fin, juntar todos sus ahorros. Con el dinero casi rebalsando de los bolsillos, caminó en dirección al banco más cercano (ya que se sentía obligado a evitarse el innecesario gasto de pagar un taxi hasta un banco más seguro). Para su mala suerte, al llegar a la esquina del banco, el seductor discurso que gritaba un pajpako captó su atención.

—¡Señor, joven, caballero! ¡Acérquese, acérquese! ¡Antes de que se acabe! ¡Llévese la fabulosa loción de almizcle de toro salvaje! ¡Recién llegada desde Aiquile! ¡¿La mujer de sus sueños no le hace caso?! ¡Esta loción es su solución! ¡Compre, llévese antes que se acabe!

Por supuesto, este inusual artículo captó la atención del nada seductor Miguel, a quien se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción al escuchar que la solución a sus problemas amorosos estaba al alcance de la mano. Desesperadamente, Miguel se abrió paso entre el muro de gente que se erguía entre él y la loción de sus sueños, hasta quedar frente al pajpako.

—¡Con aplicarse tan sólo unas gotas de esta poderosa loción, la mujer sus sueños caerá rendida a sus pies! ¡Pero espere, no crea que esta loción le ocasionará ser perseguido por todas las mujeres! ¡No! ¡Sólo la mujer de sus sueños será flechada por la magia de este producto! ¡Usted se preguntará cómo funciona! ¡No es magia, no es brujería; es ciencia pura! ¡¿Cuándo ha visto que un toro se equivoque al conquistar a su hembra?! ¡Además, al instante de aplicarse esta loción, usted tendrá la virilidad y el poder seductor de un toro salvaje! ¡Sólo quedan dos frasquitos! ¡Apure, llevese antes que se acaben!

Ante la terrible noticia de que al pajpako le quedaban solamente dos frascos de la poderosa loción, Miguel palideció y tragó saliva. Necesariamente, tenía que llevarse los dos últimos frascos. Pero casi cambió de parecer cuando el vendedor abrió uno de los frascos e, inmediatamente, un espantoso olor a pescado inundó la calle. Y, mientras todos los presentes ponían pies en polvorosa, Miguel se animó a enfrentarlo.

—¡Pero señor, si esto huele a rayos!

—Caballero, esta loción sólo huele bien para la mujer elegida; pero no funciona con hombres, ¿o acaso usted quiere atraer a algún otro caballero?

—No pues, es que no quiero que me vendas gato por liebre.

—¿Cómo cree? ¡Si este es un producto probado por la ciencia! Si no le funciona, le devuelvo todo su dinero.

—¡Entonces yo me llevo los dos! ¿A cuánto están?

—¿Cuánto tiene señor?

—¡Mil bolivianos, son los ahorros de toda mi vida!

—¡Uy! No le va a alcanzar. Cada uno cuesta mil bolivianos. Llevese unito.

—¡Nada! Quiero llevarme los dos.

—Ya, señor, porque veo que usted tiene cara de necesitado, le voy a dejar los últimos frascos en mil bolivianos.

Feliz con su última adquisición, Miguel apuró el paso en dirección al mercado, donde se encontraba la causante de todos sus desvelos: la hermosa Margarita. Antes de acercarse, decidió probar el poder del almizcle de toro salvaje y, no conforme con aplicarse sólo dos gotas, se vació la mitad del frasco en el cuello y la camisa.

Cuando el puesto de sándwiches de su amada se dibujó ante él, Miguel se armó de valor y, con paso firme, caminó hasta el asiento más cercano a Margarita. Por supuesto, el asqueroso olor que despedía, espantó a toda la clientela y a los pocos perros que merodeaban por ahí. Margarita, con la habitual amabilidad que conquistaba a tantos clientes, se dirigió al hediondo Miguel:

—¡Caserito! ¿Cómo has estado? ¿Qué te vas a servir?

—Margarita, esta vez he venido para otra cosa.

—A bañarte será, con ese olor que tienes…

—¿No te gusta? ¡Si me he comprado esta loción por ti!

Inmediatamente, Miguel, lleno de coraje, se abalanzó sobre Margarita con la intención de besarla y hacerla suya en pleno mercado. Ante tan inesperada actitud, ella decidió defenderse y se armó con lo primero que encontró. Como resultado, Miguel se vio atacado por una lluvia de cucharonazos que cayeron sin piedad sobre su pobre humanidad.

Luego de semejante fracaso, Miguel caminó cabizbajo hacia su casa rumiando su humillación, cual toro vencido, mientras comprendía que no sólo había perdido a la mujer de sus sueños y los ahorros de toda su vida, sino que le que habían vendido gato por liebre.

lunes, 11 de abril de 2011

Las Paredes Escuchan

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Por:

Sarahi Cardona, Roberto Fernández Terán, G. Munckel Alfaro, Paola Rodríguez Angulo & Ariel Yañes.


¿Por qué quieres hablar de esto ahora? ¡No! En otro momento, no insistas. Hmm... Si realmente lo quieres, está bien; pero hablá bajito, tú sabes que en este lugar las paredes escuchan. Ahora, sabes bien que esto es un secreto, sólo te lo conté a ti. No sé por qué quieres darle más vueltas al asunto. Ya te dije, es un secreto sellado con sangre, si se descubre… estoy muerto.

Pará, dejame contarte. No hace mucho, la última vez que hablamos de esto, justo cuando te fuiste, los hombres de blanco llegaron y quisieron forzarme a revelar nuestro secreto. ¡Claro! Es nuestro secreto, no intentes lavarte las manos, sabes bien que cuando te lo conté, se convirtió en nuestro secreto. ¿Sigo? Bueno, me inyectaron el suero de la verdad, pero por suerte, se equivocaron en la dosis y lo único que sacaron de mí fueron un montón de balbuceos incompresibles; o eso es lo último que recuerdo antes de que todo se ponga borroso, luego desperté de nuevo en este maldito cuarto al que nunca me termino de acostumbrar.

No, en serio, no es mío. Este no es mi cuarto.Sé que siempre me visitas aquí, pero no es mi cuarto. Un día desperté aquí y nunca más me pude ir. ¡Claro que no me puedo ir! No depende de mí, cada vez que intento salir, aparecen los hombres de blanco. No, no sé quiénes son; pero siempre aparecen para tratar de robarme nuestro secreto.

Ya te conté qué fue lo que pasó, no sé por qué quieres que te lo repita. Bueno, si realmente quieres que te lo vuelva a contar, lo mínimo que puedes hacer, es guardar silencio y no interrumpirme. ¿Cómo que nunca me interrumpes? ¡Lo acabas de hacer! Ese es tu mayor defecto, no eres capaz de tener la boca cerrada por más de un minuto.

Bueno, ya que me lo prometes, te volveré a contar esa vieja historia: Todo comenzó ese abril, hace seis años, justo cuando te conocí… ¿lo recuerdas? Sí, fue hace seis años. Bueno, sí, puede que tengas razón, tal vez fue hace un poco más; pero el punto no ese. Cuando te presenté a mi madre, ella quedó desconcertada. Tal vez fue por tu cabello o tu forma de hablar, no sé; pero, desde ese momento, me prohibieron que hable de ti. Recuerdo que las veces que, a pesar de su prohibición, te llevaba a casa, ellos te ignoraban, pretendían que no existías. Lo sé, seguro que también fue difícil para ti, pero tienes que entenderlo, ellos nunca te aceptaron, siempre creí que ellos te consideraban como una mala influencia. Y tienes que admitir que lo eras, siempre trataste de llevarme por un mal camino y siempre que estaba contigo, acababa metido en problemas.

No, callate, ¿acaso no te acuerdas de la vez que nos atrapó la policía? ¿No? No me mientas, fue la vez en que incendiaste la casa del vecino sólo porque creíamos que el vecino, ese viejo que siempre nos espiaba, quería robarnos nuestro tequelí ¿Cómo que no recuerdas qué es nuestro tequelí? Se supone que sólo nosotros dos lo sabemos, no puedes haberlo olvidado, haz memoria. ¿Ahora sí? Bueno, el punto es que tú lanzaste el fósforo Sí, tienes razón, yo regué la gasolina; pero al final cargué la culpa yo solo. Tú escapaste cuando llegó la policía y viste cómo me arrestaban. No, no te estoy reprochando eso; sino que desapareciste, pasaron varios meses antes de que volviéramos a encontrarnos en esa plazuela de la primera vez. Para entonces, mi familia te odiaba. El simple hecho de mencionar tu nombre hacia que mi madre rompa en llanto y mi padre amenace con encerrarme. Eran tiempos difíciles.

Por eso tenía que verte a escondidas y fue por esos días cuando se te ocurrió que la única forma de ser libres, era encontrarnos en la otra vida y sugeriste el pacto de muerte. Ya sé que no lo llevamos a cabo, por algo seguimos aquí. Pero, pensalo, si no eras tú que te echaste atrás, probablemente yo hubiese tomado el veneno. ¿Sabes? Es gracias a ese frasco que estoy encerrado aquí. No pienses que te culpo, quién hubiera pensado que encontrarían el frasco en mi bolsillo. Pero agradezco que hayas permanecido a mi lado por todos estos años. Con el tiempo, te hiciste la única persona que me visitaba.Claro, a parte de los hombres de blanco, no tienes porqué recordármelo.

¿Cómo que me estoy yendo por las ramas? Si fuiste tú quien interrumpió el secreto para pedirme que vuelva a contarte esta historia. No, no creo que repetir esta historia me ayude a comprenderla. No, te equivocas. Los hechos son claros, no hay otro lado en esta historia. ¡No digas eso! No en voz alta, las paredes escuchan.No, no estoy loco, tienes que dejar de decirme eso, todo el mundo lo cree ¿por qué crees que estoy encerrado aquí?

¿Escuchaste eso? La puerta se abre. Son los hombres de blanco que vienen por nuestro secreto. Tú puedes escapar, no te preocupes por mí, yo no les diré nada. Escucha, esto es lo que haremos: cuando ellos entren, yo los distraeré para que escapes. ¿Cómo? Es fácil, haré lo de siempre, me lanzaré contra las paredes hasta que ellos me atrapen como siempre y me pongan esa maldita camisa de fuerza.

sábado, 2 de abril de 2011

Hasta que las Velas No Ardan

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Por:

Sarahi Cardona, G. Munckel Alfaro, Paola Rodríguez Angulo, Yvonne Rojas Cáceres & Ariel Yañes.

Con la gentil colaboración de Marieliza Vásquez.


Lentamente, el olor más extraño del mundo entró por mis cavidades nasales. Con los ojos aún cerrados, comencé a sentir que no estaba solo. Al abrirlos, noté la extraña lámpara que colgaba sobre mi cabeza y comprendí que no era mi habitación.

La jaqueca intermitente, las náuseas recurrentes y ese olor que no me recordaba nada, se apoderaron de mí.

Al girar la cabeza, me encontré al lado de una mujer desnuda. Su rostro no me era familiar: su nariz pequeña, sus labios carnosos, su piel tersa y sus largas piernas, en otro momento me hubiesen llamado la atención.

Pero en ese instante, tenía la mirada puesta en ese pequeño chorro de sangre que corría por surcos, hechos con algún objeto cortante que, como canales labrados por el hombre, repartían la sangre por su rostro de forma siniestra, como dibujando un mensaje.

Recostado a su lado, aún tratando de descifrar a la mujer y su mensaje, un recuerdo nubló mi visión:

—¿Hasta qué hora nos quedamos acá?

—No sé… Hasta que las velas no ardan… ¡Mirá! ¡Esa minita está mortal! ¡Es perfecta, qué naricita!

—¿Ves? Ya tienes algo que hacer esta noche.

Ahora la recordaba. La había visto en ese lugar.

Aún sin entender toda la imagen, decidí revisar mi alrededor, buscando alguna posible explicación. Vi mi ropa, dispersa en todo el suelo, sin muestras de violencia. Observé mis manos, limpias de todo rastro de sangre. Bruscamente, me destapé en busca de heridas. Comprobé que estaba ileso, pero algunas manchas de sangre seca delataban mi cercanía a ese extraño hecho que no lograba entender.

Me acerqué a su rostro, con la intención de despertarla, preguntarle qué sucedió y cómo llegamos hasta ese lugar. Inmediatamente, noté que no respiraba. Quise sentir su pulso, primero en el cuello y, al notarlo ensangrentado, busqué sus muñecas. Al rozar su piel, otra serie de recuerdos invadieron mi mente:

—Tengo un mal presentimiento, estoy incómoda, me quiero ir, no me gusta este lugar.

—¡No! Si quieres, andate. Yo me quedo hasta que las velas no ardan, ya te dije.

—Bueno, yo me voy. Aprovechá que la minita se te está acercando. ¡Y suerte!

Su piel, antes tan tersa, ahora estaba tan fría como el aire matutino que se colaba por la ventana entreabierta. Definitivamente, estaba muerta.

Me levanté, aún mareado, tratando de recolectar mi ropa regada por el suelo. Y mientras me vestía apresuradamente, deseando salir cuanto antes de ahí, un martillante dolor de cabeza se apoderó de mí, nublando mi visión y obligándome a cerrar fuertemente los ojos. Tenía que irme.

Al salir de la habitación, el sonido de la puerta al cerrarse y el olor, ahora tan familiar, que aún flotaba pesado en el aire, me recordaron que esta no era la primera vez que me pasaba.