lunes, 18 de abril de 2011

Gato por Liebre

Para escuchar el audio de este cuento, haga click debajo:


Por:

Sarahi Cardona, G. Munckel Alfaro, Roberto Fernández Terán, Paola Rodríguez Angulo & Ariel Yañes.


Desde muy joven, Miguel era conocido por dos aspectos importantes de su vida: que tenía muy mala suerte con las mujeres y que era extremadamente tacaño. Pero jamás imaginó que estas dos características se verían enlazadas para jugarle una mala pasada.

Todo comenzó la mañana en que Miguel decidió romper sus alcancías, sacar los billetes que había escondido celosamente bajo su colchón y, en fin, juntar todos sus ahorros. Con el dinero casi rebalsando de los bolsillos, caminó en dirección al banco más cercano (ya que se sentía obligado a evitarse el innecesario gasto de pagar un taxi hasta un banco más seguro). Para su mala suerte, al llegar a la esquina del banco, el seductor discurso que gritaba un pajpako captó su atención.

—¡Señor, joven, caballero! ¡Acérquese, acérquese! ¡Antes de que se acabe! ¡Llévese la fabulosa loción de almizcle de toro salvaje! ¡Recién llegada desde Aiquile! ¡¿La mujer de sus sueños no le hace caso?! ¡Esta loción es su solución! ¡Compre, llévese antes que se acabe!

Por supuesto, este inusual artículo captó la atención del nada seductor Miguel, a quien se le llenaron los ojos de lágrimas de emoción al escuchar que la solución a sus problemas amorosos estaba al alcance de la mano. Desesperadamente, Miguel se abrió paso entre el muro de gente que se erguía entre él y la loción de sus sueños, hasta quedar frente al pajpako.

—¡Con aplicarse tan sólo unas gotas de esta poderosa loción, la mujer sus sueños caerá rendida a sus pies! ¡Pero espere, no crea que esta loción le ocasionará ser perseguido por todas las mujeres! ¡No! ¡Sólo la mujer de sus sueños será flechada por la magia de este producto! ¡Usted se preguntará cómo funciona! ¡No es magia, no es brujería; es ciencia pura! ¡¿Cuándo ha visto que un toro se equivoque al conquistar a su hembra?! ¡Además, al instante de aplicarse esta loción, usted tendrá la virilidad y el poder seductor de un toro salvaje! ¡Sólo quedan dos frasquitos! ¡Apure, llevese antes que se acaben!

Ante la terrible noticia de que al pajpako le quedaban solamente dos frascos de la poderosa loción, Miguel palideció y tragó saliva. Necesariamente, tenía que llevarse los dos últimos frascos. Pero casi cambió de parecer cuando el vendedor abrió uno de los frascos e, inmediatamente, un espantoso olor a pescado inundó la calle. Y, mientras todos los presentes ponían pies en polvorosa, Miguel se animó a enfrentarlo.

—¡Pero señor, si esto huele a rayos!

—Caballero, esta loción sólo huele bien para la mujer elegida; pero no funciona con hombres, ¿o acaso usted quiere atraer a algún otro caballero?

—No pues, es que no quiero que me vendas gato por liebre.

—¿Cómo cree? ¡Si este es un producto probado por la ciencia! Si no le funciona, le devuelvo todo su dinero.

—¡Entonces yo me llevo los dos! ¿A cuánto están?

—¿Cuánto tiene señor?

—¡Mil bolivianos, son los ahorros de toda mi vida!

—¡Uy! No le va a alcanzar. Cada uno cuesta mil bolivianos. Llevese unito.

—¡Nada! Quiero llevarme los dos.

—Ya, señor, porque veo que usted tiene cara de necesitado, le voy a dejar los últimos frascos en mil bolivianos.

Feliz con su última adquisición, Miguel apuró el paso en dirección al mercado, donde se encontraba la causante de todos sus desvelos: la hermosa Margarita. Antes de acercarse, decidió probar el poder del almizcle de toro salvaje y, no conforme con aplicarse sólo dos gotas, se vació la mitad del frasco en el cuello y la camisa.

Cuando el puesto de sándwiches de su amada se dibujó ante él, Miguel se armó de valor y, con paso firme, caminó hasta el asiento más cercano a Margarita. Por supuesto, el asqueroso olor que despedía, espantó a toda la clientela y a los pocos perros que merodeaban por ahí. Margarita, con la habitual amabilidad que conquistaba a tantos clientes, se dirigió al hediondo Miguel:

—¡Caserito! ¿Cómo has estado? ¿Qué te vas a servir?

—Margarita, esta vez he venido para otra cosa.

—A bañarte será, con ese olor que tienes…

—¿No te gusta? ¡Si me he comprado esta loción por ti!

Inmediatamente, Miguel, lleno de coraje, se abalanzó sobre Margarita con la intención de besarla y hacerla suya en pleno mercado. Ante tan inesperada actitud, ella decidió defenderse y se armó con lo primero que encontró. Como resultado, Miguel se vio atacado por una lluvia de cucharonazos que cayeron sin piedad sobre su pobre humanidad.

Luego de semejante fracaso, Miguel caminó cabizbajo hacia su casa rumiando su humillación, cual toro vencido, mientras comprendía que no sólo había perdido a la mujer de sus sueños y los ahorros de toda su vida, sino que le que habían vendido gato por liebre.

lunes, 11 de abril de 2011

Las Paredes Escuchan

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Por:

Sarahi Cardona, Roberto Fernández Terán, G. Munckel Alfaro, Paola Rodríguez Angulo & Ariel Yañes.


¿Por qué quieres hablar de esto ahora? ¡No! En otro momento, no insistas. Hmm... Si realmente lo quieres, está bien; pero hablá bajito, tú sabes que en este lugar las paredes escuchan. Ahora, sabes bien que esto es un secreto, sólo te lo conté a ti. No sé por qué quieres darle más vueltas al asunto. Ya te dije, es un secreto sellado con sangre, si se descubre… estoy muerto.

Pará, dejame contarte. No hace mucho, la última vez que hablamos de esto, justo cuando te fuiste, los hombres de blanco llegaron y quisieron forzarme a revelar nuestro secreto. ¡Claro! Es nuestro secreto, no intentes lavarte las manos, sabes bien que cuando te lo conté, se convirtió en nuestro secreto. ¿Sigo? Bueno, me inyectaron el suero de la verdad, pero por suerte, se equivocaron en la dosis y lo único que sacaron de mí fueron un montón de balbuceos incompresibles; o eso es lo último que recuerdo antes de que todo se ponga borroso, luego desperté de nuevo en este maldito cuarto al que nunca me termino de acostumbrar.

No, en serio, no es mío. Este no es mi cuarto.Sé que siempre me visitas aquí, pero no es mi cuarto. Un día desperté aquí y nunca más me pude ir. ¡Claro que no me puedo ir! No depende de mí, cada vez que intento salir, aparecen los hombres de blanco. No, no sé quiénes son; pero siempre aparecen para tratar de robarme nuestro secreto.

Ya te conté qué fue lo que pasó, no sé por qué quieres que te lo repita. Bueno, si realmente quieres que te lo vuelva a contar, lo mínimo que puedes hacer, es guardar silencio y no interrumpirme. ¿Cómo que nunca me interrumpes? ¡Lo acabas de hacer! Ese es tu mayor defecto, no eres capaz de tener la boca cerrada por más de un minuto.

Bueno, ya que me lo prometes, te volveré a contar esa vieja historia: Todo comenzó ese abril, hace seis años, justo cuando te conocí… ¿lo recuerdas? Sí, fue hace seis años. Bueno, sí, puede que tengas razón, tal vez fue hace un poco más; pero el punto no ese. Cuando te presenté a mi madre, ella quedó desconcertada. Tal vez fue por tu cabello o tu forma de hablar, no sé; pero, desde ese momento, me prohibieron que hable de ti. Recuerdo que las veces que, a pesar de su prohibición, te llevaba a casa, ellos te ignoraban, pretendían que no existías. Lo sé, seguro que también fue difícil para ti, pero tienes que entenderlo, ellos nunca te aceptaron, siempre creí que ellos te consideraban como una mala influencia. Y tienes que admitir que lo eras, siempre trataste de llevarme por un mal camino y siempre que estaba contigo, acababa metido en problemas.

No, callate, ¿acaso no te acuerdas de la vez que nos atrapó la policía? ¿No? No me mientas, fue la vez en que incendiaste la casa del vecino sólo porque creíamos que el vecino, ese viejo que siempre nos espiaba, quería robarnos nuestro tequelí ¿Cómo que no recuerdas qué es nuestro tequelí? Se supone que sólo nosotros dos lo sabemos, no puedes haberlo olvidado, haz memoria. ¿Ahora sí? Bueno, el punto es que tú lanzaste el fósforo Sí, tienes razón, yo regué la gasolina; pero al final cargué la culpa yo solo. Tú escapaste cuando llegó la policía y viste cómo me arrestaban. No, no te estoy reprochando eso; sino que desapareciste, pasaron varios meses antes de que volviéramos a encontrarnos en esa plazuela de la primera vez. Para entonces, mi familia te odiaba. El simple hecho de mencionar tu nombre hacia que mi madre rompa en llanto y mi padre amenace con encerrarme. Eran tiempos difíciles.

Por eso tenía que verte a escondidas y fue por esos días cuando se te ocurrió que la única forma de ser libres, era encontrarnos en la otra vida y sugeriste el pacto de muerte. Ya sé que no lo llevamos a cabo, por algo seguimos aquí. Pero, pensalo, si no eras tú que te echaste atrás, probablemente yo hubiese tomado el veneno. ¿Sabes? Es gracias a ese frasco que estoy encerrado aquí. No pienses que te culpo, quién hubiera pensado que encontrarían el frasco en mi bolsillo. Pero agradezco que hayas permanecido a mi lado por todos estos años. Con el tiempo, te hiciste la única persona que me visitaba.Claro, a parte de los hombres de blanco, no tienes porqué recordármelo.

¿Cómo que me estoy yendo por las ramas? Si fuiste tú quien interrumpió el secreto para pedirme que vuelva a contarte esta historia. No, no creo que repetir esta historia me ayude a comprenderla. No, te equivocas. Los hechos son claros, no hay otro lado en esta historia. ¡No digas eso! No en voz alta, las paredes escuchan.No, no estoy loco, tienes que dejar de decirme eso, todo el mundo lo cree ¿por qué crees que estoy encerrado aquí?

¿Escuchaste eso? La puerta se abre. Son los hombres de blanco que vienen por nuestro secreto. Tú puedes escapar, no te preocupes por mí, yo no les diré nada. Escucha, esto es lo que haremos: cuando ellos entren, yo los distraeré para que escapes. ¿Cómo? Es fácil, haré lo de siempre, me lanzaré contra las paredes hasta que ellos me atrapen como siempre y me pongan esa maldita camisa de fuerza.

sábado, 2 de abril de 2011

Hasta que las Velas No Ardan

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Por:

Sarahi Cardona, G. Munckel Alfaro, Paola Rodríguez Angulo, Yvonne Rojas Cáceres & Ariel Yañes.

Con la gentil colaboración de Marieliza Vásquez.


Lentamente, el olor más extraño del mundo entró por mis cavidades nasales. Con los ojos aún cerrados, comencé a sentir que no estaba solo. Al abrirlos, noté la extraña lámpara que colgaba sobre mi cabeza y comprendí que no era mi habitación.

La jaqueca intermitente, las náuseas recurrentes y ese olor que no me recordaba nada, se apoderaron de mí.

Al girar la cabeza, me encontré al lado de una mujer desnuda. Su rostro no me era familiar: su nariz pequeña, sus labios carnosos, su piel tersa y sus largas piernas, en otro momento me hubiesen llamado la atención.

Pero en ese instante, tenía la mirada puesta en ese pequeño chorro de sangre que corría por surcos, hechos con algún objeto cortante que, como canales labrados por el hombre, repartían la sangre por su rostro de forma siniestra, como dibujando un mensaje.

Recostado a su lado, aún tratando de descifrar a la mujer y su mensaje, un recuerdo nubló mi visión:

—¿Hasta qué hora nos quedamos acá?

—No sé… Hasta que las velas no ardan… ¡Mirá! ¡Esa minita está mortal! ¡Es perfecta, qué naricita!

—¿Ves? Ya tienes algo que hacer esta noche.

Ahora la recordaba. La había visto en ese lugar.

Aún sin entender toda la imagen, decidí revisar mi alrededor, buscando alguna posible explicación. Vi mi ropa, dispersa en todo el suelo, sin muestras de violencia. Observé mis manos, limpias de todo rastro de sangre. Bruscamente, me destapé en busca de heridas. Comprobé que estaba ileso, pero algunas manchas de sangre seca delataban mi cercanía a ese extraño hecho que no lograba entender.

Me acerqué a su rostro, con la intención de despertarla, preguntarle qué sucedió y cómo llegamos hasta ese lugar. Inmediatamente, noté que no respiraba. Quise sentir su pulso, primero en el cuello y, al notarlo ensangrentado, busqué sus muñecas. Al rozar su piel, otra serie de recuerdos invadieron mi mente:

—Tengo un mal presentimiento, estoy incómoda, me quiero ir, no me gusta este lugar.

—¡No! Si quieres, andate. Yo me quedo hasta que las velas no ardan, ya te dije.

—Bueno, yo me voy. Aprovechá que la minita se te está acercando. ¡Y suerte!

Su piel, antes tan tersa, ahora estaba tan fría como el aire matutino que se colaba por la ventana entreabierta. Definitivamente, estaba muerta.

Me levanté, aún mareado, tratando de recolectar mi ropa regada por el suelo. Y mientras me vestía apresuradamente, deseando salir cuanto antes de ahí, un martillante dolor de cabeza se apoderó de mí, nublando mi visión y obligándome a cerrar fuertemente los ojos. Tenía que irme.

Al salir de la habitación, el sonido de la puerta al cerrarse y el olor, ahora tan familiar, que aún flotaba pesado en el aire, me recordaron que esta no era la primera vez que me pasaba.