sábado, 2 de abril de 2011

Hasta que las Velas No Ardan

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Por:

Sarahi Cardona, G. Munckel Alfaro, Paola Rodríguez Angulo, Yvonne Rojas Cáceres & Ariel Yañes.

Con la gentil colaboración de Marieliza Vásquez.


Lentamente, el olor más extraño del mundo entró por mis cavidades nasales. Con los ojos aún cerrados, comencé a sentir que no estaba solo. Al abrirlos, noté la extraña lámpara que colgaba sobre mi cabeza y comprendí que no era mi habitación.

La jaqueca intermitente, las náuseas recurrentes y ese olor que no me recordaba nada, se apoderaron de mí.

Al girar la cabeza, me encontré al lado de una mujer desnuda. Su rostro no me era familiar: su nariz pequeña, sus labios carnosos, su piel tersa y sus largas piernas, en otro momento me hubiesen llamado la atención.

Pero en ese instante, tenía la mirada puesta en ese pequeño chorro de sangre que corría por surcos, hechos con algún objeto cortante que, como canales labrados por el hombre, repartían la sangre por su rostro de forma siniestra, como dibujando un mensaje.

Recostado a su lado, aún tratando de descifrar a la mujer y su mensaje, un recuerdo nubló mi visión:

—¿Hasta qué hora nos quedamos acá?

—No sé… Hasta que las velas no ardan… ¡Mirá! ¡Esa minita está mortal! ¡Es perfecta, qué naricita!

—¿Ves? Ya tienes algo que hacer esta noche.

Ahora la recordaba. La había visto en ese lugar.

Aún sin entender toda la imagen, decidí revisar mi alrededor, buscando alguna posible explicación. Vi mi ropa, dispersa en todo el suelo, sin muestras de violencia. Observé mis manos, limpias de todo rastro de sangre. Bruscamente, me destapé en busca de heridas. Comprobé que estaba ileso, pero algunas manchas de sangre seca delataban mi cercanía a ese extraño hecho que no lograba entender.

Me acerqué a su rostro, con la intención de despertarla, preguntarle qué sucedió y cómo llegamos hasta ese lugar. Inmediatamente, noté que no respiraba. Quise sentir su pulso, primero en el cuello y, al notarlo ensangrentado, busqué sus muñecas. Al rozar su piel, otra serie de recuerdos invadieron mi mente:

—Tengo un mal presentimiento, estoy incómoda, me quiero ir, no me gusta este lugar.

—¡No! Si quieres, andate. Yo me quedo hasta que las velas no ardan, ya te dije.

—Bueno, yo me voy. Aprovechá que la minita se te está acercando. ¡Y suerte!

Su piel, antes tan tersa, ahora estaba tan fría como el aire matutino que se colaba por la ventana entreabierta. Definitivamente, estaba muerta.

Me levanté, aún mareado, tratando de recolectar mi ropa regada por el suelo. Y mientras me vestía apresuradamente, deseando salir cuanto antes de ahí, un martillante dolor de cabeza se apoderó de mí, nublando mi visión y obligándome a cerrar fuertemente los ojos. Tenía que irme.

Al salir de la habitación, el sonido de la puerta al cerrarse y el olor, ahora tan familiar, que aún flotaba pesado en el aire, me recordaron que esta no era la primera vez que me pasaba.

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